hiroshima

(*) Federico Lorenz

Las bombas nucleares lanzadas por Estados Unidos hace exactamente 80 años no fueron solo un acto de guerra, sino un experimento sobre la capacidad humana de destruir. El cruce sin retorno de un umbral horroroso

El 6 de agosto de 1945, el mundo cruzó un umbral del que no hubo retorno. A las 8:15 de la mañana, el bombardero estadounidense Enola Gay dejó caer sobre Hiroshima a «Little Boy», una bomba de uranio-235 que en segundos convirtió la ciudad en un paisaje dantesco. Tres días después, un artefacto similar, «Fat Man», arrasó Nagasaki. Las cifras oficiales hablan de al menos 200.000 muertos al instante, pero la radiación, las quemaduras y el hibakusha (el estigma de los sobrevivientes) elevaron la cifra con los años. Los números, sin embargo, nunca logran capturar el horror. Como escribió Tomás Eloy Martínez en Lugar común la muerte: «La muerte masiva se vuelve un lugar común, una estadística que nos exime de sentir». Y ahí reside el peligro: en cómo el poder convierte el sufrimiento en algo abstracto, en cómo justificamos lo injustificable.

La narrativa dominante sostiene que las bombas atómicas «acortaron la guerra» y «salvaron vidas». Pero ¿es realmente así? Documentos desclasificados décadas después revelan que Japón ya estaba buscando una rendición negociada antes de agosto de 1945. Lo que se probó en Hiroshima y Nagasaki no fue solo la eficacia de un arma, sino la voluntad de usar el terror como herramienta política.

El piloto Claude Eatherly, uno de los tripulantes del Enola Gay, pasó el resto de su vida atormentado por lo que había hecho: «Soy el hombre que ayudó a masacrar a cien mil personas en un solo día», escribió en sus cartas. Su caso, analizado por Günther Anders en El piloto de Hiroshima, expone la contradicción humana: cómo individuos moralmente sensibles pueden participar en crímenes atroces cuando el sistema los convence de que «no hay otra opción». En la novela La desaparición de Majorana, de Leonardo Sciascia, un científico que ha logrado ver hacia donde llevan los cálculos para controlar la energía atómica elige diluirse entre los vivos: se ha asomado al abismo y prefiere no ser responsable de lo que va a suceder. Los Estados, en cambio, pueden hacer desaparecer la verdad y los dilemas éticos bajo capas de documentos y manipulaciones, en nombre de la razón de Estado.

Con el paso del tiempo, ciertos crímenes se vuelven «parte del paisaje», aceptados como un mal necesario. Algo similar ocurrió con Hiroshima y Nagasaki: el asesinato masivo se normalizó bajo el eufemismo de «daño colateral». El lenguaje, como siempre, fue cómplice.

(*) Publicado en Revista ACCIÓN

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